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El cáliz, el copón y la memoria

En Chalatenango, en medio de una montañona, existe un cantón llamado Las Minas y ahí, olvidado en el tiempo, está el Caserío El Jícaro. Un evento triste nos llevó hoy ahí: a sus casi noventa y cuatro años falleció don Felipe, papá-abuelo de una muy querida amiga.

 

Por: Nayda Medrano, experta en temas políticos, consultora en Derechos Humanos- columnista El Norteño News

(ENN) Semanas antes se le adelantó doña Menche, su compañera en el camino por más de sesenta años y además de saber que hay amores que son tanto en la vida como en el cierre de ella, durante la misa se contó tal vez una de las historias más potentes que he escuchado. Desde un profundo cariño, en este necesario ejercicio de memoria, la comparto con ustedes.

Don Felipe fue sacristán de la parroquia de El Jícaro, hacía con diligencia y profundo compromiso su oficio y era parte, como muchos del caserío, de las actividades eclesiales. Fue un tiempo duro en el que don Felipe fue sacristán: había gente desaparecida, asesinatos, llegaban los soldados a registrar las casas de los campesinos y campesinas de la zona, hasta llegar al punto de masacrar y bombardear.

Tanto para don Felipe como para el resto de la comunidad era muy difícil quedarse a vivir ahí y como otros habitantes de Santa Marta, en Cabañas y de Morazán emprendieron camino hacia Honduras, instalándose en el refugio llamado “Mesa Grande”.

Antes de irse, don Felipe tomó el cáliz y el copón de la parroquia, los envolvió meticulosamente entre ropa y plásticos y con toda la fuerza de su alma cavó un pequeño hoyo, metió los aperos de la fe y lo cerró, prometiendo que regresaría por ellos.

Pasaron años antes que la comunidad decidiera regresar sobre sus pasos, una vez sucedió, la memoria de don Felipe no lo llevó donde fuera su casa, sino más bien empezó a cavar una y otra vez hasta que, ante los ojos incrédulos de la comunidad y los vestigios sin techo de lo que alguna vez fue la parroquia, sacó un bultito lleno de tierra, le fue quitando con profundo amor cada una de las capas hasta llegar a los más preciados testigos de la fidelidad de un siervo: eran aquel cáliz y el copón, su ombligo, su promesa, su destino.

Cuentan que don Felipe, quien tuvo que enterrar a un hijo que fue asesinado por grupos ilegales llamados escuadrones de la muerte antes de huir a Honduras, a menudo decía que él había sobrevivido porque tenía una misión: regresar la esperanza y la fe a una comunidad dolorida, devolver a la parroquia aquel cáliz y aquel copón, símbolos de la comunión.

Hoy una comunidad entera dio un hasta luego a don Felipe, no sin antes agradecerle su entrega a la comunidad y decirle: misión cumplida.

Mi abrazo a la memoria, a la familia, guardianes de la historia, guardianes de la fe.